Anatomía de una caída

Pura fascinación Anatomía de una caída de Justine Triet. 

Palma de Oro en Cannes, desarticulación del género de juicios tal y como se ha construido (como un código cinematográfico de escasa correspondencia con la realidad), desde el cine estadounidense desde hace décadas. Nada que ver con Anatomía de una caída, que plantea el juicio como ese limbo entre la realidad y la ficción, donde, a falta de pruebas y testigos directos de los hechos, todo lo que los abogados y los expertos tienen son, en cierto sentido, historias que imaginan la verdad, o mejor dicho, hipótesis que defienden las diversas verdades, todas conjugables entre ellas, todas válidas y concomitantes.

Siempre me han fascinado las películas que no temen la palabra, que se atreven a adensar las imágenes con una carga de significado en los diálogos que hace la imagen más cotidiana un fuego de crepitaciones verbales. Esta película es un desbordarse constante de la palabra, bendita intelectualidad francesa cuando nos alumbra con semejante brillo del reflejo del estilete con que la lengua de los personajes disecciona su propia realidad. Una memorable escena entre la pareja, donde salen a borbotones, con repeticiones y con narradores dudosos —que somos todos cuando juzgamos al otro y esgrimimos como argumento nuestro daño—, catapulta la película hacia el corazón de su duda: quiénes somos en realidad y de qué somos capaces. 

Magnética desde el primer minuto hasta el último, inteligente y autoconsciente desde la intensidad pero con serenidad. Precisa sobre la imprecisión que rodea una muerte. Una de esas ocasiones en que el cine no captura, sino que multiplica la vida en imágenes para devolvernos, destilada, su esencia brutal.

¡Qué salga Aristófanes! Cuando la sátira pierde su esencia.

La intención era buena: hacer una sátira sobre el clima de corrección política que desde la izquierda se está convirtiendo en una deriva censora de lo diferente actuando en nombre, precisamente, de la diferencia. Pero el resultado no podría ser más decepcionante. En ¡Qué salga Aristófanes!, Els Joglars, esa mítica compañía con la que crecí aprendiendo a amar el teatro de la mano de sus Ubús, pervierte el género que les ha dado fama. Una sátira sin gracia se convierte en un panfleto político. Una sátira sin inteligencia, se convierte en acusación y ridiculización de aquéllos a quien va dirigida (en este caso jóvenes, mujeres, el propio público). ¡Qué salga Aristófanes! no tiene ni gracia ni inteligencia. El humor —con o sin risa— es tal cuando consigue verbalizar un subconsciente colectivo impronunciable, cuando revela en forma de chispa, mueca o carcajada una verdad profunda de la sociedad en la que vivimos, que es reconocida al instante. Esto no ocurre en la última obra de Els Joglars, como sí ocurría en la anterior: Señor Ruiseñor. Recuerdo rodar en mi butaca haciendo catarsis comunal del nacionalismo catalán y sus rancios narcisismos. Como catalana, me pareció impagable que alguien (y más, catalán) tuviera el valor de sacar el látigo y empezar a azotar ese difuso imaginario inconfesable con olor a pa amb tomàquet revenido. Furia y libertad. Ole. 

Supongo que la diferencia es que en esa obra sabían de lo que hablaban y en cierta manera, amaban de lo que hablaban. En ¡Qué salga Aristófanes! sutiles pero suficientes distancias la separan de la obra anterior: colocarse en la atalaya para hablar al público, autoerigirse valedor de la libertad de expresión y legítimo depositario de los clásicos (me parece que si los griegos a los que invocan hubieran visto la obra, no hubieran mantenido la estoica resistencia del público barcelonés, ocasionalmente vencido por algún ronquido, si no que hubieran sacado repollos y hogazas duras de pan como arma arrojadiza). Intentan hablar del escenario post-metoo, la política de cancelación, el cuestionamiento de lo masculino, el clima de ofensa y la reeducación del disidente con un discurso casi de los noventa (y claro, no sirve), como si el metoo o la reformulación de la masculinidad fueran el resultado de una ofensa colectiva de histéricas y sumisos y no la explosión inevitable de años de microvejaciones, deliberadas políticas de invisibilización (e infantilización) de la mujer o de formas violentas del humor que solo hacían gracia a unos cuantos. No hay ni rastro de empatía hacia nada de eso, ni rastro de búsqueda del humor en esa veta, solo quijotesca defensa del mundo de los señores «libres, inteligentes, amantes de la controversia», injustamente etiquetados de sobones, convertidos en víctimas de una sociedad que hiperboliza los gestos triviales hasta convertirlos en delitos, nos dicen Joglars. La parcela de verdad que pueda haber en ese discurso queda ensombrecida por la falta de perspectiva de la imagen completa del campo al que aluden. Bajo el escudo de la provocación, ¡Que salga Aristófanes! se convierte en un mitin anacrónico, conservador y con ínfulas, ideología de aquellos a quienes molesta el cambio de paradigma pero que esgrimen cuatro gritos ególatras para quejarse, reclamando el status perdido, creyéndose profetas en sus temblores. Qué oportunidad perdida.

El mundo ha cambiado, o al menos a veces eso creemos. Pero en ese supuesto cambio ha dado una voltereta y la violencia contra la que reaccionó es aquélla de la que ahora, con “espíritu positivo”, se apropia. Se tiene que poder hablar de todo, bajar el dedo rápido de la acusación, desimaginar la etiqueta como vía rápida para la desvinculación afectiva (y efectiva). Lo hacía White Lotus en su primera temporada, haciendo humor, crítica y autocrítica de las virtudes y trampas del nuevo tablero de los imaginarios de género, los hombres heridos y los psicópatas imperturbables al cambio. No basta con sacar, y en la obra de Aristófanes es literal, cuatro pollas en escena (ídem Euphoria), para ser un provocador libertador de tabúes. No basta con ser categórico para llevar razón. Hay que poner el corazón y el cerebro sobre las tablas o la pantalla, darlo todo, hacer de la rabia un brillo cegador.

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La metamorfosis de los pájaros

La metamorfosis de los pájaros, Catarina Vasconcelos.

De cuando el cine alcanza a la poesía y la sacude, la magnifica y extrae ecos de altos vuelos para y desde sus imágenes. 

Debut y obra maestra al mismo tiempo.

Una reflexión sobre las madres, las madres de las madres y hasta las madres de las madres de las madres. Sobre el tiempo y el vacío insondable que los muertos dejan en los vivos.

Ejercicio exquisito del oficio de la saudade.

Destellos de Bergman y su Fanny y Alexander. Esplendor del 16mm.

Indispensable rara avis de la inmensidad del océano y la ternura de las hojas aún frágiles de los árboles.

Elegía y canto. Homenaje a la belleza.

En su butaca de la sala de cine, el espectador, se convierte pájaro.

Dark Light Voyage

Dark Light Voyage de Tin Dirdamal y Eva Cadena

Un viaje en tren del Sur al Norte de Vietnam. Un cineasta que decide subirse a bordo, confuso y desasosegado tras la visita a un amigo recluido en un psiquiátrico por cometer un asesinato. Una niña de ocho años, la hija del cineasta, y una cámara, que también embarcan. El propósito de hacer una película con un viaje de otra índole por acometer, el viaje interior hacia la oscuridad propia y ajena.

Dark Light Voyage, de Tin Dirdamal, es un tránsito hipnótico que nos sumerge en un cruce muy personal entre documental en primera persona e historia de crímenes, como si reformulara desde la realidad los códigos de un Orient Express para trabajar con las cenizas del género y volver a prender el fuego íntimo del misterio. No desde el juego de un rompecabezas por resolver (aunque la narrativa de qué sucedió en ese asesinato se hace de forma muy inteligente), sino desde una duda profunda sobre cuánto hay en nosotros de eso que denostamos en el otro, cuánto mal, terror o violencia se oculta bajo cada uno de nosotros, reflejados en el rostro de esos pasajeros vietnamitas anónimos, que circulan abstraídos en el tren, con su intimidad momentáneamente expuesta, como cuenta el director que su amigo describió a los viajantes. Cuánto de todo eso se oculta también bajo nuestra mirada impune de espectadores.

Precisamente el ejercicio de filmar en un tren, sacar la cámara, lidiar con la violencia de la proximidad entre cuerpos e intimidades, de retratar a desconocidos, genera un juego de espejos entre el cineasta y su amigo preso, que culmina con un acto externo a la película, aunque se cuenta en un manifiesto previo que se incluye en los créditos de inicio: antes de hacer la película, Tin Dirdamal decide que la película tendrá dos años de vida desde el día de su estreno (en Marzo de 2021) y después de esos dos años, el cineasta matará su película, la hará desaparecer, acabará con su vida, cerrará el ciclo convirtiéndose en el asesino de su creación.

Ganadora ex-aequo del festival L’Alternativa de Barcelona, junto a Esquirlas (Natalia Garayalde), y disponible en Filmin a partir del 3 de Diciembre, Dark Light Voyage forma parte de ese cine contemporáneo que explora desde el documental territorios de la violencia tradicionalmente legados a la ficción y fuertemente codificados en ella. En Lost Boys (reseñada en este periódico), Joonas Neuvonen viajaba a los bajos fondos de un Bangkok empapado en heroína tras los pasos de su amigo yonki asesinado en extrañas circunstancias, construyendo una elegía devastadora. This film is about me (Alexis Delgado), se atrevía a exponer una mirada llena de aristas sobre Renata Felicitas Soskey, mujer de altísima sensibilidad artística y asesina de su vecino, problematizando la relación entre el que mira y el que es mirado.

En Dark Light Voyage se da una estrategia narrativa para aproximarse al conflicto poco habitual pero muy efectiva y es que la película está narrada por la hija de Tin Dirdamal, que además aparece como codirectora en los créditos. La voz de la niña, que ella interpreta con tremenda decisión y énfasis, supone un contrapunto a la historia del crimen del amigo y a las reflexiones del propio padre que puestas en su boca adquieren connotaciones muy distintas. Se establece una distancia de la narradora respecto a lo narrado que se agradece para alejarse del tremendismo aunque, al mismo tiempo, se produce una cercanía con el público tanto por el hecho de que sea una niña quien nos habla como porque ella está en la misma circunstancia que nosotros como espectadores: no tiene toda la información y quiere saber más. Su voz en off parece flotar por el tren, no ilustra lo que vemos, establece con la imagen una relación de superposición, de duda, de lenta infiltración, de ocasional sincronía, de relámpago. Esa es la grandeza del cine, tomar dos elementos que, en apariencia, no tienen relación (la narración de la historia de la amistad entre dos hombres, uno de los cuales ha cometido un crimen, y las imágenes de un viaje en tren por Vietnam), y lograr que la experiencia de unir ambos elementos haga emerger algo nuevo, un verdadero viaje cinematográfico en donde exterior e interior, luz y sombra, el yo y la máscara, tan bien delimitados antes de partir, terminan por confundirse, por formar parte de una misma pregunta, por necesitarse mutuamente para definirse y para resultar transformadores, como la propia película.

Lost Boys

Lost boys empieza sin rodeos, directa al grano, o a la vena: una aguja entra en un brazo, la sangre sale, la droga entra. A lo largo del metraje lo veremos decenas de veces, los brazos de Jani y Antti son los paisajes de piel blanca y tatuajes que nos guiarán por esta historia de placer, angustia y muerte, que empieza y acaba en el cuerpo como portal entre realidades. ¿Se puede sentir el mundo de otra manera? ¿Cómo se huye hacia dentro? ¿Cómo se vive en el límite?

En el documental nos lleva de la mano Joonas: su cámara nos introduce en las habitaciones baratas que él y sus dos amigos alquilan en Bangkok, muy lejos de su gélida Finlandia natal, muy cerca en cambio del sueño templado del Sureste asiático, por el que circulan, mientras el dinero abunda, prostitutas jóvenes y narcóticos à volonté. No es la primera vez que Joonas filma a sus compañeros de viaje. En 2010 estrenaba, y era premiada en Locarno, Reindeerspotting, su ópera prima con los mismos personajes y temática: la relación de una generación joven en Finlandia con las drogas duras. Joonas nos permite mirar por una rendija que nos ha sido abierta desde dentro de la espiral: nos empapamos de la fascinación que nos trasmite por los rituales de Jani y Antti mientras contenemos nuestro miedo en algún recoveco de las tripas, parapetados tras nuestra pantalla en el hogar.

Joonas es un yonki y un voyeur. También lo somos nosotros, que consumimos la película como si de una raya de hora y media se tratara. No podemos dejar de mirar, no podemos dejar de abrir una puerta en nuestro interior para permitir que su sustancia nos intoxique y nos haga temblar. ¿Acaso el cine no es una forma de sentir de otra manera? ¿De huir hacia dentro? ¿De vivir en el límite de una pantalla a través de los cuerpos de otros?

La trama se complica. Joonas vuelve a casa con el billete de regreso previsto pero Jani y Antti deciden seguir viajando hasta Camboya. Poco después, Joonas se entera de que han encontrado el cuerpo de Jani, oficialmente un suicidio, y que Antti ha desaparecido. Viaja de vuelta al lugar e inicia una investigación por los bajos fondos tailandeses y camboyanos, manteniendo la calma entre proxenetas y asesinos, ingeniándoselas para seguir grabando en condiciones donde una cámara podría detonar la pólvora que se huele en el ambiente, haciendo de muchas de las ficciones de violencia y drogas —como las que Gaspar Noé acostumbra a traernos envueltas en muy francesas campañas de márketing—, poco más que papel de aluminio para el chute de realidad que Lost boys nos inyecta.

Pero hay más que el testimonio, más que las imágenes de impacto, que el voltaje de las emociones de personajes fuera de control. Más que las etiquetas de neo-noir y cine de terror. Lost boys es una película de duelo que escarba en el dolor y en la culpa y no ceja hasta que encuentra una verdad que, aunque sombría, deviene, irónicamente, una forma cinematográfica de salir de la oscuridad.

Película-roca que arrastra hacia lo profundo, un fondo del mar en que se mueven certezas y palabras, ésas que el narrador de la voz en off, Pekka Stranga, susurra desde alguna celda metálica en el oído. Palabras que Joonas escribe desde la cárcel cuando es condenado por tráfico de drogas en mitad del proceso de hacer la película y que enlazan el viaje y la celda a través de las resonancias de la prisión interior, los vacíos de los que el frenesí de libertad y los espitosos viajes por el mundo no logran huir. El hundimiento, la asfixia y la redención, construyen el tempo de un montaje sólido (que firman el co-director Sadri Cetinkaya y Venla Varha), que logra la difícil tarea de reunir los materiales de Neuvonen con nuevos planos de ambiente en un solo flujo sin disrupciones, narrativamente poderoso y genuinamente devastador. Quizás unos de los momentos culminantes son las conversaciones con Thi y Lee Lee, dos prostitutas a las que Joonas pregunta sobre la muerte de Jani capaces de deslizarse de la extrema sinceridad al juego de disfraces, cautivando con sus verdades ahumadas por el cristal, el dolor y el dinero.

Esta película permanecerá dentro de mí en el tiempo. Sé que volveré a ella. Tardaré días en poder eliminarla de la sangre de mi cuerpo y visitarla no solo con las tripas . Creo que hay gente a quien ver esta película le hace sentir, una vez se termina, segura al amparo de su casa y de su vida fuera de las pulsiones brutales de Jani, Antti y Joonas. A mí me hace preguntarme cuánto riesgo hay que asumir para destilar eso de la vida que no se puede explicar. Qué manera hemos elegido para vivir y qué otras vidas pudimos vivir y no vivimos. Dónde y porqué hemos puesto los límites.

She dies tomorrow

Crónica IV Sitges 2020: She dies tomorrow

Probablemente no haría falta sacar a colación Upstream color (Shane Carruth) para hablar de She dies tomorrow, la película que Amy Seimetz ha presentado en esta edición del Festival de Sitges (Premio del jurado joven), una propuesta mesmerizante con un influjo de terror existencial hibridado con comedia de baja intensidad que seduce por su capacidad de poner imagen, gestos y sonidos a las abstracciones escurridizas que adopta en nosotros el miedo a la muerte. Sin embargo, para los que descubrimos a Amy Seimetz antes que como directora, como actriz protagonista de ese artefacto fílmico de la ciencia ficción más experimental, perturbadora y fascinante a partes iguales, que Shane Carruth presentaba hace unos años en este mismo festival, resulta casi inevitable establecer un diálogo entre ambas películas. Mas, cuando, fuera de las pantallas, la separación de la entonces pareja sentimental formada por Seimetz y Carruth, parece tan llena odios y ansiedades.

Si en Upstream color era el jugo de un gusano el agente capaz de propagar la locura —que podía ser utilizada por terceros para dominar al sujeto emponzoñado—, en She dies tomorrow es, en cierta manera, el relato de la angustia el que desencadena su propagación. La protagonista (Kate Lyn Sheil), convencida de que morirá mañana, lo cuenta a una amiga, quien, poco después, está segura de que mañana también será su último día. Y así la «maldición» va pasando de una persona a la siguiente. Hay algo de aquel Fallen que protagonizaba Denzel Washington a finales de los noventa, en el que el mal o el diablo o el monstruo, llámesele como se quiera, saltaba de un cuerpo al siguiente a través del contacto físico. Algo también de película de infecciones (con especial eco de It Follows), brujerías o posesiones, tan hábil es el lugar narrativo que transita She dies tomorrow, con una trama mínima y un uso máximo de los recursos sensoriales de lo cinematográfico, que sus lecturas taxonómicas son múltiples, jugando dentro y fuera de los géneros al mismo tiempo, centrándose en la histeria íntima de los terrores y riéndose de sí misma en su investigación emocional del desgarro.

El film de Seimetz brilla en su forma narrativa de retratar unas coordenadas de desamparo vital, y es tanto en el contenido como en la manera, en donde se producen territorios de concomitancia con el cine de Sharruth, entre otros. Pocas palabras y grandes elipsis; una mezcla entre hieratismo y vesania en las actuaciones que crea un triple efecto de distanciamiento, misterio y fascinación; la presencia del loop como expresión de la confusión emocional de los personajes; la oposición radical entre escenarios de colores neutros con estallidos de colores saturados que trabajan en lo visual la idea del delirio confrontada a la sensación de vacío.

Líneas de fuerza de obras de culto, ficciones en diálogo pero únicas cada una a su manera. She dies tomorrow tiene la valentía de buscar en lo extraño de lo íntimo, lo verdadero de lo universal. En el inicio del film, acompañamos a la protagonista en su cúmulo de acciones en la soledad de una casa, mientras parece buscar un continuo éxtasis frente a la muerte y solo encuentra fracaso, incluso ridículo. Algo de lo que ya hablaba Lars Von Trier en el final de Melancolía, cuando Kirsten Dunst repudiaba la idea de un apocalipsis vino en mano, elegancia existencial incluida, reclamando su derecho al miedo devastador en el último momento.

En ese sentido, She dies tomorrow es la confrontación de los miedos profundos y la transmisión de su idea, no solo de la protagonista a los otros personajes, sino de la autora a los espectadores. Porque el cine trata un poco de eso: de contagiar a otros emociones e ideas, que, con suerte, no solo perturban e incomodan, también remueven y despiertan, por lo menos, en este caso, la escritura de una crónica sobre el film y su temática: un discurso sobre la muerte que trata de poner sobre la mesa —con paranoia y cierto humor—, un tema convertido en tabú o incluso en estigma (a través de la enfermedad). Ahora, en plena pandemia, ¿hemos aprendido a dialogar con la muerte de una manera nueva y menos histérica o huimos, por el contrario, de ella, en una huida hacia adelante más desaforada que nunca?  

Crónica III Sitges 2020: Relic. Fronteras de lo humano.

¿En qué se convierte un ser humano cuando deja de ser dueño de su mente, poseedor de sus recuerdos, habitante de eso que llamamos alma?

Cuenta Natalie Erika James, la jovencísima directora que debuta en competición oficial con Relic, que el verdadero terror está en presenciar en cómo aquellos que has amado y que te han amado, se convierten en lo otro, lo que está después de uno, cuando la demencia o el Alzheimer roe lo más íntimo de esos seres humanos.

La inestable frontera entre lo humano y lo inhumano, entre lo familiar y lo unheimlich —o siniestro—, permite transitar de una película que arranca con el drama familiar en el centro hacia otra que culmina con el terror de casa encantada fermentado en las podredumbres generacionales de un lugar cuyos habitantes y paredes parecen vibrar bajo el influjo de la misma piedra de locura.

La degradación mental de la abuela, desaparecida al principio, y retornada a la casa después, donde la esperan para ayudarla hija (Emily Mortimer) y nieta, marca la evolución del propio espacio en un tejido arquitectónico orgánico, que espejea el cuerpo moribundo de la anciana, capaz de esconder en sus paredes estancias tan imposibles como los compartimentos de una mente enferma.

Robyn Nevin en Relic
Robyn Nevin en Relic

La directora australo-japonesa renuncia a investigar en las raíces más profundas de la oscuridad familiar, dejando por momentos la película al borde de la premisa resultona, pero dirige su opera prima con suficiente pulso, sencillez y seguridad en su manejo de la narrativa fílmica para construir una película sólida en sus emociones y perturbadora en su atmósfera. Si bien destaca más por su saber hacer que por su originalidad, sorprende el final, bastante atípico en el cine de terror. Un cierre que acontece, inesperadamente, después de que la acción termine, sosegado, desnudo y nutrido de la misma cantidad de ternura que de pavor. Un bellísimo homenaje a las representaciones que la historia de la pintura nos regala sobre las tres edades de la mujer: la joven, la madura y la vieja, que desecha la pirueta formal del golpe de efecto último en favor de un cara a cara (de reminiscencia oriental) con la muerte, liberador y extraño, que catapulta la película hacia una poética íntima en la que confluyen emociones e ideas creando en la narrativa ese mismo tejido orgánico del que está hecha la casa y la familia.

Possessor de Brandon Cronemberg

Crónica II Sitges 2020: Possessor, posesiones sin bencidiones

Hay cosas que asociamos de manera natural: la mantequilla con la mermelada, el verano con la playa o… el cine de posesiones con la Iglesia. Es uno de esos binomios que se han estrujado fílmicamente hasta sus últimos sudores, y que sigue dando buenos resultados, como en la nueva serie de Álex de la Iglesia (y valga aquí la redundancia de la palabra Iglesia), 30 Monedas, presentada el pasado fin de semana en el Festival de Sitges.

Possessor, el film que Brandon Cronemberg trae a las pantallas de Sitges, aborda el cine de posesiones disociado de su binomio habitual. Aquí no hay rastro de curas, crucifijos ni menciones al diablo. Aunque la película sea una bajada a los infiernos. La posesión la opera una compañía provista de la tecnología de implantes y máquinas necesarias para conectar a una de sus agentes con el huésped deseado, convirtiéndolo en un títere capaz de cometer atroces asesinatos que, envueltos en una narrativa conveniente, se convierten en fuente de mucho dinero.

Al retirar de la ecuación del cine de posesiones el elemento sobrenatural y sustituirlo por el tecnológico, Brandon Cronemberg consigue crear un horror plausible, no solo una experiencia cinematográfica de densidades abrasivas sobre la identidad y sus fantasmagorías, sino un escenario posible de futuro con sus formas refinadas de dominación.

Ese mismo refinamiento encuentra su eco en las imágenes de Cronemberg, elegantes y sobrias, atravesadas por algo salvaje que manifiesta explosiones transitorias a través del gore y de brutales sacudidas en la dimensión moral de las acciones de los personajes. Tasya Vos, la talentosa agente que interpreta Andrea Riseborough, profundiza en su conflicto entre la dedicación a su trabajo como telesicaria o el retorno al seno de su familia con unos espasmos identitarios que ponen en jaque el personaje que ha ido creando de sí misma en la vida real, ese personaje al que ya no sabe cómo volver y aún menos cómo habitar.

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El rostro y la máscara, la dualidad entre el interior y el exterior, la vida consciente y el fanganal del insconsciente, de ahí se nutre Possessor, y ahí conecta también con el cine del otro Cronemberg, David, padre en este caso de Brandon Cronemberg, a través de films como Inseparables o Existenz.

Para darle una pirueta a este artículo, podría estar tentada de decir que pudiera existir una relación de posesión entre padre e hijo análoga a la que vemos en la película. Como si el cine del director de Scanners, Crash o El almuerzo desnudo gobernara secretamente los designios del universo fílmico de su progenie, pero no sería justo, aunque puede que haya algo de cierto en la idea de que a todos nos habitan nuestros padres en mayor o menor medida, ostentando la capacidad de guiar de manera invisible nuestras vidas. Pero volviendo al cineasta canadiense, se trata más bien de un legado bien asimilado, de un flujo insano y fértil compartido, que encuentra su propio cauce en nuevos ojos y nuevas manos.

Una película llena de detalles que volver a visitar, imágenes que decodificar, recursos estéticos de los que gozar de nuevo. Olor de clásico contemporáneo y sabor de perturbación. Es una de las grandes películas de esta edición.  

Crónica I: Sitges 2020 o el terror de cada día

Como todos los años, las crónicas y críticas que publico desde el Festival de Sitges para Diario Siglo XXI http://www.diariosigloxxi.com/firmas/anarodriguez

Después de décadas imaginando en la pantalla apocalipsis víricos; territorios confinados donde los que se contagian se convierten en zombis voraces; epidemias de sed vampírica; infecciones cósmicas, cósmicas y sexuales, sexuales y mutantes, mutantes y añádase la variable deseada… el festival de Sitges se planta en 2020 en plena pandemia de covid. Contengamos la respiración.

Este año, los enmascarillados no están tanto en las películas como en las salas de cine o en las colas previas a la entrada, y el enemigo invisible carece de efectos especiales para ser sugerido, basta con inspirar a fondo cerca de cualquier rostro ajeno u oír estornudar a alguien para experimentar nuevos matices del terror cotidiano. Quizás hasta fantaseemos con que la mítica Zombie Walk de todos los años no sea una puesta en escena de maquillaje y prótesis, sino la consecuencia última de un agente infeccioso mutado fuera de control. Para evitar, además de aglomeraciones insalubres, elucubraciones inquietantes, en esta edición no habrá Zombie Walk.

El cine fantástico y su papel están invitados este año a la autoreflexión más que nunca. Durante el confinamiento, hubo quien eligió revisitar films como Contagio (Steven Soderbergh) o 28 días después (Danny Boyle), y quien prefirió dejar a un lado las películas víricas, pero creo que en el imaginario común, muchas y muchos nos preguntamos si eran acertadas esas ficciones con las que exorcizábamos nuestros miedos para escenarios del desastre que nunca creíamos que terminarían por suceder en Occidente.

La llegada a nuestras vidas de elementos, campos semánticos y estéticas que teníamos codificadas en (y a salvo en) la imagen, ha creado una divergencia esencial entre las dos experiencias de una pandemia y sus narrativas: la que habíamos tenido como espectadores y la que tenemos como ciudadanos con cuerpos vulnerables. Nunca más podrán hablarnos fílmicamente de virus sin que comparemos la sensación que nos transmite una película con la que conocemos de primera mano. Y eso deja una pregunta en el aire: ¿cómo se adaptará el cine fantástico a las profundas transformaciones que estamos viviendo, a esta especie de meta-narrativa ubicada en lo real?

La realidad se infiltra en el cine y el cine se infiltra en la realidad, solo hay que echar un vistazo a nuestro pasado reciente para darnos cuenta. Los grandes acontecimientos que han transformado nuestras vidas (práctica y simbólicamente) de manera irreversible han dado lugar a nuevas formas de narrar. Tras los atentados del 11-S, el cine de acción (véase la saga James Bond como paradigma), adquirió un realismo y una dureza que hasta entonces le eran ajenas; el cine de superhéroes, por su parte (Batman, entre otros), dejó atrás las representaciones más literales del cómic, como en el film de Tim Burton, para adentrarse en las de (súper)héroes torturados, habitantes de sombrías atmósferas donde la sangre no tenía ya sabor de sirope ni los cuerpos quedaban indemnes ante los derechazos del enemigo.

Los universos fantásticos se han transformado en estas dos primeras décadas del siglo XXI igual que nuestra manera de consumirlos: la oferta es cada vez más amplia y parte de nuestra tarea es elegir qué ver. Vemos menos películas y más series y nos hemos acostumbrado a los cliffhangers de cierre de episodio que nos dejan con la adrenalina por las nubes, con hambre de más.

La ficción, sus imaginarios y sus dinámicas de consumo también permean en la realidad y en sus imágenes. ¿Cómo han reverberado las ficciones contemporáneas en la narrativa documental de telediarios y programas de actualidad? La pandemia, además de la noticia inagotable, es una gran historia, con sus capítulos (el confinamiento, la nueva «normalidad», la segunda ola, la vacuna) y sus cliffhangers: ¿Volverán a confinarnos? ¿Cuándo llegará la cura? ¿Será segura? ¿O los intereses farmacéuticos se antepondrán a la salud de las personas? Cada vez tenemos más medios de información donde documentarnos y parte de nuestra tarea es elegir qué ver o qué leer. Vivimos en la sobreestimulación visual y cognitiva, sin que esté muy claro a dónde nos lleva la avalancha de productos audiovisuales, ficticios, reales o, los más comunes, híbridos entre ambos.

Como decían los personajes de la visionaria serie de ciencia ficción de HBO Years and years, los nacidos a finales del siglo XX, nacieron en una época de calma, en un momento histórico de pausa, casi una anomalía, pero eso, simplemente, se acabó.

Observando a Bobin

Observo la vida a través de los ojos de otro y me fascina lo que veo. Ése es uno de los mayores logros de la escritura y Christian Bobin lo hace de una forma transparente y cálida. La cosa se pone aún más interesante cuando ese viaje a través de la mirada de otro, de los paisajes de otro, de las flores, las hijas, las muertas, los días y los pájaros de otro, te devuelven hacia ti misma, como si te estuvieras mirando en un espejo.

Nuevas citas de Autorretrato con radiador:

«No me gustan los que hablan de Dios como un valor seguro. Tampoco me gustan los que hablan de Él como una imperfección de la inteligencia. No me gustan los que saben. Me gustan los que aman«.

«He hecho muy pocas cosas hoy. He hecho lo que hago cada día: he esperado un milagro. Y ha llegado. Llega cada día, a veces en el último segundo —siempre por donde menos lo esperaba«.

«Las flores que acabo de comprar parecen enredaderas. El florista me dijo su nombre. Algo en latín. He preferido bautizarlas, darles un nombre sólo para ellas, para su vida en esta casa. Las llamo trampas-para-hadas«.

«Me gusta tan poco dejar mi habitación que resulta cómico. Me pregunto dónde le cogí el gusto a tanta inercia. Sin duda desde siempre. La casa se derrumbó sobre mi cuna cuando nací, pasaron los años y seguí viviendo debajo, sin pensar en apartar los escombro, vigas, tejas, papeles pintados, yesos que me cayeron encima. A pesar de todo consigo entrever un poco de cielo y eso me basta para estar saciado, encantado, colmado«.

«Esta noche, las flores y yo estamos cansados. Nada de importancia. Mañana invitaré a unas flores nuevas y a un nuevo «yo».

«Existe un instante en el que nuestra vida, bajo la presión de una dicha o de un dolor, concentra en ella lo que antes estaba disperso —como una ciudad cuyos habitantes abandonaran su quehaceres para reunirse todos en la plaza mayor. Ese instante puede llegar a cualquier edad, a los dos años como a los cuarenta. Lo que allí surgió no cesará luego de extender sus efectos hasta nuestro último aliento«.