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Cosas que no entiendo

Esta mañana, mientras paseaba por Lavapiés, me he detenido en La Casa Encendida, para ver las obras que aún no había visto de la exposición Generación 2011.

Cada año, este espacio cultural selecciona un número reducido de obras de artistas jóvenes de diversas disciplinas, que pretenden ofrecer una muestra del arte contemporáneo emergente.

Como siempre, presto especial atención a las obras audiovisuales, y hoy en concreto me fijo en una instalación titulada «Efectos especiales», firmada por Axel Koschier y Belén Rodríguez, una interesante propuesta que descubre en lo cotidiano lo alucinante -y desapercibido-. Los juegos de luces, de sombras, las visiones efímeras y extrañas de la realidad, remiten a lo que en las películas veríamos como efectos especiales, pero que la obra nos recuerda que están al alcance de nuestra visión -predispuesta al hallazgo-.

La pantalla principal de la instalación consta de un loop que no es precisamente corto. Si uno ve, solamente, tres o cuatro planos, puede que no genere el significado que ofrece el conjunto. Y aquí viene el problema, y lo que no entiendo: La Casa Encendida no pone en esta exposición sillas -ni siquiera horribles bancos sin respaldo- a disposición del visitante. La respuesta de éste, como es lógico, es ver unas cuantas imágenes y marcharse, destinando el mismo tiempo a la instalación que a una fotografía o a un cuadro, cuando la propuesta audiovisual es en realidad de índole contemplativa y requiere un tiempo superior de observación para su asimilación.

Es algo que realmente no comprendo de los centros culturales y de los museos: por qué los audiovisuales se plantean de una forma tan incómoda. Incomodidad que se traduce en impaciencia y ésta en fata de apreciación del trabajo del artista. No todos los audiovisuales museísticos deben ser consumidos por fragmentos o bocados. «Efectos Especiales», por lo menos, vale la pena verlo entero, ya que los detalles de cada plano vivifican el conjunto.

Ajena a las restricciones en un inicio, me he sentado en el suelo de la sala. Alguien que pasaba por allí ha hecho lo mismo y también se ha sentado a contemplar la obra. Pero el guardia de seguridad ha acudido raudo para precisarnos, entre disculpas, que no se podía. Me he levantado y me he apoyado en la pared para ver lo que quedaba de vídeo. Al cabo de poco ha venido una compañera suya a decirme que tampoco podía apoyarme en la pared. Me he cruzado de brazos y he terminado de ver, a regañadientes, lo que quedaba de audiovisual. De los que habían entrado en la sala antes, durante o después que yo, ya no quedaba nadie.

Me he ido de La Casa Encendida acordándome de otras exposiciones y de otros bancos: como los penosos bloques del Reina Sofía para visionar el Tríptico Elemental de España en la exposición dedicada a Val del Omar, los mismos o similares que ofrece Caixa Forum en algunas de sus exposiciones temporales y que terminan con la espalda de cualquiera.

Intento comprender el asunto pensando que a veces se trata de una cuestión de espacio -imposible colocar sillas sin molestar la visualización de pantallas que van de suelo a techo-, otras de presupuesto y otras, simplemente, de estética: donde se ponga un banco blanco minimalista, que se quite la impertinencia de cualquier respaldo.

El videoarte no es un saco uniforme en su recepción. Hay instalaciones que se pueden ver de paso, de merodeo, o en modelo stand up. Pero hay otras que tienen que ver más con la experiencia cinematográfica -en cuanto a dilatación temporal-, ligada, por lógica aplastante, a la prosaica, secularmente eficiente y práctica: SILLA, objeto diseñado para dar descanso a las posaderas del humano, función que responde a una sabiduría ancestral y que en la síntesis del espacio expositivo, parece haberse perdido en el vacío.