¡Qué salga Aristófanes! Cuando la sátira pierde su esencia.

La intención era buena: hacer una sátira sobre el clima de corrección política que desde la izquierda se está convirtiendo en una deriva censora de lo diferente actuando en nombre, precisamente, de la diferencia. Pero el resultado no podría ser más decepcionante. En ¡Qué salga Aristófanes!, Els Joglars, esa mítica compañía con la que crecí aprendiendo a amar el teatro de la mano de sus Ubús, pervierte el género que les ha dado fama. Una sátira sin gracia se convierte en un panfleto político. Una sátira sin inteligencia, se convierte en acusación y ridiculización de aquéllos a quien va dirigida (en este caso jóvenes, mujeres, el propio público). ¡Qué salga Aristófanes! no tiene ni gracia ni inteligencia. El humor —con o sin risa— es tal cuando consigue verbalizar un subconsciente colectivo impronunciable, cuando revela en forma de chispa, mueca o carcajada una verdad profunda de la sociedad en la que vivimos, que es reconocida al instante. Esto no ocurre en la última obra de Els Joglars, como sí ocurría en la anterior: Señor Ruiseñor. Recuerdo rodar en mi butaca haciendo catarsis comunal del nacionalismo catalán y sus rancios narcisismos. Como catalana, me pareció impagable que alguien (y más, catalán) tuviera el valor de sacar el látigo y empezar a azotar ese difuso imaginario inconfesable con olor a pa amb tomàquet revenido. Furia y libertad. Ole. 

Supongo que la diferencia es que en esa obra sabían de lo que hablaban y en cierta manera, amaban de lo que hablaban. En ¡Qué salga Aristófanes! sutiles pero suficientes distancias la separan de la obra anterior: colocarse en la atalaya para hablar al público, autoerigirse valedor de la libertad de expresión y legítimo depositario de los clásicos (me parece que si los griegos a los que invocan hubieran visto la obra, no hubieran mantenido la estoica resistencia del público barcelonés, ocasionalmente vencido por algún ronquido, si no que hubieran sacado repollos y hogazas duras de pan como arma arrojadiza). Intentan hablar del escenario post-metoo, la política de cancelación, el cuestionamiento de lo masculino, el clima de ofensa y la reeducación del disidente con un discurso casi de los noventa (y claro, no sirve), como si el metoo o la reformulación de la masculinidad fueran el resultado de una ofensa colectiva de histéricas y sumisos y no la explosión inevitable de años de microvejaciones, deliberadas políticas de invisibilización (e infantilización) de la mujer o de formas violentas del humor que solo hacían gracia a unos cuantos. No hay ni rastro de empatía hacia nada de eso, ni rastro de búsqueda del humor en esa veta, solo quijotesca defensa del mundo de los señores «libres, inteligentes, amantes de la controversia», injustamente etiquetados de sobones, convertidos en víctimas de una sociedad que hiperboliza los gestos triviales hasta convertirlos en delitos, nos dicen Joglars. La parcela de verdad que pueda haber en ese discurso queda ensombrecida por la falta de perspectiva de la imagen completa del campo al que aluden. Bajo el escudo de la provocación, ¡Que salga Aristófanes! se convierte en un mitin anacrónico, conservador y con ínfulas, ideología de aquellos a quienes molesta el cambio de paradigma pero que esgrimen cuatro gritos ególatras para quejarse, reclamando el status perdido, creyéndose profetas en sus temblores. Qué oportunidad perdida.

El mundo ha cambiado, o al menos a veces eso creemos. Pero en ese supuesto cambio ha dado una voltereta y la violencia contra la que reaccionó es aquélla de la que ahora, con “espíritu positivo”, se apropia. Se tiene que poder hablar de todo, bajar el dedo rápido de la acusación, desimaginar la etiqueta como vía rápida para la desvinculación afectiva (y efectiva). Lo hacía White Lotus en su primera temporada, haciendo humor, crítica y autocrítica de las virtudes y trampas del nuevo tablero de los imaginarios de género, los hombres heridos y los psicópatas imperturbables al cambio. No basta con sacar, y en la obra de Aristófanes es literal, cuatro pollas en escena (ídem Euphoria), para ser un provocador libertador de tabúes. No basta con ser categórico para llevar razón. Hay que poner el corazón y el cerebro sobre las tablas o la pantalla, darlo todo, hacer de la rabia un brillo cegador.

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