Anatomía de una caída

Pura fascinación Anatomía de una caída de Justine Triet. 

Palma de Oro en Cannes, desarticulación del género de juicios tal y como se ha construido (como un código cinematográfico de escasa correspondencia con la realidad), desde el cine estadounidense desde hace décadas. Nada que ver con Anatomía de una caída, que plantea el juicio como ese limbo entre la realidad y la ficción, donde, a falta de pruebas y testigos directos de los hechos, todo lo que los abogados y los expertos tienen son, en cierto sentido, historias que imaginan la verdad, o mejor dicho, hipótesis que defienden las diversas verdades, todas conjugables entre ellas, todas válidas y concomitantes.

Siempre me han fascinado las películas que no temen la palabra, que se atreven a adensar las imágenes con una carga de significado en los diálogos que hace la imagen más cotidiana un fuego de crepitaciones verbales. Esta película es un desbordarse constante de la palabra, bendita intelectualidad francesa cuando nos alumbra con semejante brillo del reflejo del estilete con que la lengua de los personajes disecciona su propia realidad. Una memorable escena entre la pareja, donde salen a borbotones, con repeticiones y con narradores dudosos —que somos todos cuando juzgamos al otro y esgrimimos como argumento nuestro daño—, catapulta la película hacia el corazón de su duda: quiénes somos en realidad y de qué somos capaces. 

Magnética desde el primer minuto hasta el último, inteligente y autoconsciente desde la intensidad pero con serenidad. Precisa sobre la imprecisión que rodea una muerte. Una de esas ocasiones en que el cine no captura, sino que multiplica la vida en imágenes para devolvernos, destilada, su esencia brutal.

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